Isabel II de la Gran Bretaña, el final de una era para la realeza
El Gotha europeo está de luto. Resulta tópico recordar que Su Graciosa Majestad Británica Isabel II, tataranieta de la reina Victoria I, era pariente de las dinastías de Prusia, Noruega, Suecia, Grecia, Rusia, Rumanía, Serbia y, por su matrimonio con el Duque de Edimburgo, estrechaba lazos con las casas soberanas de Dinamarca, Grecia y España. Con Don Juan Carlos y Doña Sofía la unían diferentes ramas del complicado árbol genealógico de la realeza, aunque, debido a la supervivencia de la anómala situación de Gibraltar los representantes de la Familia Real española no estuvieron presentes en varias de las celebraciones de la Corte de Londres, como la mediática boda de Charles y Diana en 1981 o el Jubileo de oro de 2002. Pese a ello, era inevitable que se produjesen numerosos encuentros privados y oficiales, y la soberana ahora desaparecida era dama de las órdenes de Carlos III y del Toisón de Oro, ambas encabezadas por los monarcas españoles, quienes, por su parte, ingresaron en la famosa cofradía de la Jarretera y en la Real Orden Victoriana, y resulta menos conocido que la soberana británica era descendiente de importantes personajes de la Historia de España, como el Cid o Fernando III el Santo.
El fallecimiento de quien, desde 2007, era la soberana más longeva en la historia británica supone, sin duda, el fin de una época en la Historia de Occidente. Con grandes dosis de resignación y templanza, la que fue bautizada en 1926 como Elizabeth Alexandra Mary, tres nombres de reina para quien nacía muy apartada de las previsiones sucesorias de los Windsor, llevó a buen puerto la nave de la Monarquía más brillante y estable del planeta sorteando las tormentas de la Guerra fría, las actividades terroristas de los norirlandeses y las campañas separatistas de Escocia, los postulados republicanos de Canadá y Australia, los vientos revolucionarios de 1968, la Guerra de las Malvinas, los escándalos protagonizados por su hijo mayor y Diana Spencer y los graves problemas derivados de las actuaciones del Príncipe Andrés o de sus nietos Harry y Megham, los duques de Sussex, por citar sólo los ejemplos más llamativos.
Cuando subió al trono, en 1952, aún estaban vigentes en la sociedad británica muchos códigos y resortes de la moral victoriana, aunque estos corsés se habían flexibilizado mucho en el corto reinado de Eduardo VII (1901-1910), bisabuelo de la fallecida Isabel. Bajo el reinado de Isabel, con sus Primeros Ministros tan dispares como Churchill, Eden, MacMillan, Douglas-Home, Wilson, Heath, Callaghan, Thatcher, Major, Blair, Brown, Cameron, May o el chocante Johnson, el imperio británico consiguió sobreponerse al cataclismo que supuso la II Guerra Mundial en lo económico mediante una hábil gestión de la descolonización creando la Commonwealth, artificiosa estructura de demostrada eficacia durante muchos años a cuya cabeza estuvo esta mujer, majestuosa y discreta a la par, que no ha conseguido parar el reloj de la Historia y de los cambios sociales que comporta un acelerado cambio de mentalidades ni en su propia familia.
La difunta reina no podía imaginar cuando prohibió a su hermana Margarita contraer matrimonio con un divorciado que todos sus hijos, incluyendo a su heredero, se divorciarían y, en algunos casos, contraerían segundas nupcias viviendo aún su anterior cónyuge. En setenta años los británicos, como el resto de los europeos, han experimentado cambios tan notables como la aceptación del consumo público de drogas, el paso de considerar la sodomía como un delito a ver a cercanos parientes de la reina contraer nupcias homosexuales, las posibilidades de cambio de sexo, la irrupción del aborto entendido, sin fundamento ético alguno, como un derecho de la mujer gestante, la legalización de prácticas como la eutanasia o el suicidio asistido. Sería interesante conocer la opinión que este panorama suscitó a Isabel a lo largo de estas trepidantes décadas.
¿Será capaz su heredero de afrontar con el mismo éxito los retos que le planteará el futuro? Se abren numerosas incógnitas, de las que citamos una de las más llamativas: ¿cómo va a ejercer el nuevo monarca sus funciones de cabeza de la Iglesia Anglicana, heredadas del cismático y herético Enrique VIII? ¿Se pondrá bajo el dictado del Patriarca de Jerusalén o el de Constantinopla? En cualquier caso, sentando a su lado en el trono a la reina Camilla, resulta extraño que se diga, como antaño, Dios salve al Rey.
José Luis Sampedro Escolar
es Numerario de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía